lunes, 12 de septiembre de 2011

El regalo de Ariadna

 
“A partir de cierto punto, el regreso ya no es posible.
  Ese es el punto que debemos alcanzar.”
Franz Kafka



      El negro absoluto se escabullía por todos los pasillos de laberinto.
     Oscuridad que se filtraba como un aluvión de diminutas moscas sobre los detritus del miedo de los hombres.
     Cuando Teseo se aferraba al hilo que tenía delante suyo, sentía como si estuviera tirando de los cabellos de la noche.
     Las horas transcurrían lentas y goteaban sus minutos uno por uno, al ritmo de los pasos que rasgaban la piedra, y amenazaban con horadar el granito, para llegar a las entrañas mismas del abismo.
     Una especie de monólogo entrecortado rebotaba una y otra vez contra las paredes de piedra inescrutable. Un monólogo que de no ser tan bajo y tímido, hubiera parecido el delirio solitario de una persona desesperada.
    -Ya tendría que haber salido. Al menos debería ver algo.- la voz sonaba hueca y forzada, y se apagaba pronto.
     -Quizás la vuelta atrás es mas larga...
      Se arrepintió.
     A medida que se adentraba en el laberinto, poco a poco, se abría paso la idea de que jamás lograría matarlo.
     La idea tomaba forma, mientras la luz huía. La imagen de su cuerpo se desdibujaba y comenzó a olvidarse de sus músculos, a olvidar los largos años de entrenamiento.
     A menudo aferraba el pomo de la espada. El tacto frío, cruel, sin vida, le recordaba que pertenecía a un mundo infinitamente lejano en el que los humanos aún mataban y morían. Le daba tranquilidad recordar que él había sido uno de los que mataban. El acto de llevar la mano a la espada era rápido y con el miedo súbito del que cree haber olvidado algo. El simple hecho de pensar en perderla y tener que enfrentarlo desarmado lo llenaba de terror. Lo mismo sucedía con la armadura, al caminar se palpaba asustado el pecho y los hombros, para comprobar que todavía protegía su carne, olvidando que una vez el metal brilló orgulloso bajo el sol.

     La mente se extraviaba, la oscuridad crecía y él; él se hacía cada vez más pequeño, la carne se iba con la luz. Así que finalmente la armadura ya no pudo protegerlo más, pues le quedaba grande y le incomodaba para caminar. Se deshizo de ella o se le cayó, o ambas cosas.
     Las fuerzas lo abandonaban, devoradas por la sombra. Llegado a un punto, era tan débil que ya no podía sostener la espada, y mucho menos blandirla; así que terminó arrojándola contra la pared con el resto de furia, poder y frustración que le quedaban. Un rayo perdido la iluminó mientras se partía en dos.
       Por lo menos ahora ya no tendría miedo de perderla...

Hasta aquí llegó la determinación de Teseo. Un instante de locura, de miedo a lo desconocido, a lo conocido y a lo inesperado.
Todo fue huir. 
Dio media vuelta, y comenzó el retorno interminable.
            Apenas divisaba el hilo que se desenrollaba, perdido para siempre.

     Los tamaños se desvirtuaron en el momento en que toda luz se apagó para sus ojos, y el miedo lo abrazó, sofocándole el valor. Todos esos nobles sentimientos guerreros, se convirtieron en estatuas del pasado, inmóviles e inalcanzables como expuestas en el museo de su ser. Gallardos caballeros que lo observaban con reprobación mientras él huía y huía, y sólo le importaba correr.
     Y comenzó a crecer el monstruo, se hacía más feroz, subía niveles en malignidad y estaba cada vez más sediento, más hambriento, más insaciable...
     La oscuridad y el monstruo, siempre creciendo, siempre constantes, siempre alertas.  La bestia de Teseo se encontraba un palmo delante de él, y recogía el hilo que iba dejando.

     Perdió la noción del espacio, el laberinto fue achicándose hasta que en su mente, solo veía un corredor, el hilo que se deslizaba entre sus dedos y el monstruo; cada vez más grande, más grande que el laberinto, que lo ocupaba todo y lo esperaba al final de las cosas, en la única habitación existente. Ya no hubo corredores, terminaban todos los caminos y comenzaban las fauces rubicundas y babeantes vomitando la oscuridad.

     Así llegó Teseo a la habitación de la cual nunca había salido. El único lugar existente del mundo. Una enorme y cerrada caja donde desde siempre, lo aguardaba la punta de un gigantesco ovillo. Se recostó exhausto contra la pared. Su única esperanza era haberse vuelto tan pequeño, que el monstruo no lo viera, y pudiese escabullirse como una hormiguita, hasta que venga el día.

     Pero la noche respiraba delante suyo...

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