sábado, 10 de septiembre de 2011

La Hormiga y la Cigarra

La Hormiga volvía a su casa amargada, sombría, con el peso de la rutina y el trabajo sobre sus párpados:

con el maquillaje de la frustración sombreando sus ojos,
con el tic-tac de los relojes de oficina,
con el smog de colectivos varios,
trajeada y sola.

Su sombrero gris, ocultaba las antenas que otrora se irguieran orgullosas, y hoy temblaban dobladas bajo el peso de los años. Un par de pastos secos en su estéril cabeza calva.

Los días de otoño terminaban. Leves pinceladas de cirros blancos decoraban el cielo ora celeste, ora gradientes de naranja, que adquiría de a poco los tonos grises y húmedos del invierno. Pero era como si la estación se negara a dejar paso al frío, y los últimos días brillaban, y eran calentados por el sol moribundo que entregaba generosamente sus últimos rayos.

Dos o tres de estos rayos, estaban cayendo sobre la Cigarra que esperaba en la puerta de la casa de la Hormiga. Que esperaba siempre algo, tocando su violín. La caja vacía del instrumento, inclinada hacia la acera, invitaba al desembolso de algunos pesos. Pero la Hormiga no es generosa.

Ese es su menor defecto.

La Hormiga pasó a su lado, y entró refunfuñando a la casa sin siquiera mirarla. Otra Cigarra que estaría muerta en un mes, pensaba. Otro inútil insecto que ocupa la entrada de mi casa, y me estorba con su música.
El violín de la Cigarra languidecía con el ocaso, mientras las últimas notas se fundían en la oscuridad creciente a medida que moría el sol, unas pocas luciérnagas tardías se bamboleaban al ritmo de los estirados pentagramas que penetraban en el living de la casa de la Hormiga.

Fastidiada, encendió la televisión. Los compases leves, fueron ocluidos por los comerciales, el estruendo y la banalidad. Todas esas cosas respetables con las que si se podía vivir en paz.

Todas esas cosas que lo entendían a uno.
Que eran como uno.
Que no le recordaban a uno nada.

Que no le pedían nada y le entregaban todo. Horas y horas de zigzagueos que se apiadaban de su mente, esquivando con éxito al mundo real. Un mundo que se encontraba infinitamente lejos, apenas aislado por el espesor de una puerta...


La Cigarra estaba muerta dos semanas después. El invierno, ocupó sin piedad el trono que le habían negado tanto tiempo. Esa mañana una veloz nevada había pintado la calle hasta convertirla en una llanura dolorosamente blanca, en donde sólo los árboles brindaban un poco de marrón y caqui, en medio de lo inmaculado.

Nuestro apesadumbrado insecto salió de su casa farfullando maldiciones, y con la resaca de un sueño intranquilo tapizándole los párpados, y no fue hasta bien entrada la tarde, cuando al regresar del supermercado con los brazos atestados de bolsas y paquetes, divisó el bulto acurrucado contra la escalera que llevaba a la puerta.

Esa tarde la Hormiga miró un segundo al cadáver mientras daba la última vuelta a la llave, y abría la puerta principal. Un segundo en que su mirada finalmente se cruzó con el rostro ahora sereno e inexpresivo de la artista. No se ocupó mover el cuerpo, o de darle sepultura. Todo el mundo sabe que las Cigarras se disuelven finalmente en la nieve, y duermen en el frío hasta que vuelven los calores del verano. Todo el mundo sabe que hace falta mucho más que un invierno, para matar del todo a una cigarra.


Cuando se bañó esa noche, no supo porqué, las lágrimas surgieron sin control y lloró desconsoladamente bajo la lluvia artificial, que levantaba pequeñas nubecitas de vapor.


A la mañana siguiente, mientras se cepillaba las antenas, la Hormiga se sorprendió a si misma tarareando una canción...



(Fotografía gentileza de Pavel Sorokin)

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