domingo, 25 de septiembre de 2011

Esperanza

        -¿Por qué llorás?- Me preguntaron una vez.
        -Lloro porque pienso que mi paloma de papel nunca va a poder volar. 
       -¡Pobre ingenuo!- exclamaron.- ¡Gastás tus lágrimas en cosas sin importancia!, ¿Cómo va a poder volar una paloma de papel?
         -No lloro por mi paloma de papel, que no puede volar, lloro por mi, que no creo que pueda hacerlo.
       “Y si yo no lo creo, ¿Cómo podrá volar alguna vez? Por más que la vea elevarse y hacer piruetas en el aire, lo voy a negar porque va en contra de mis creencias.
          “¿No debo llorar acaso?
 
          -¿Por qué lloran?- Nos preguntaron una vez...

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Mariposas


Cae la tarde.
Una tibia brisa de fin de verano cambia de a ratos, el rumbo de la eterna lluvia de mariposas muertas.
Las alas iridiscentes lanzan tenues destellos a la luz del atardecer, y parece como si un sinfín de estrellas estuviera recorriendo el infinito barrio de edificios grises...

            El barrio al que pertenezco.

Suelo dedicar las últimas horas de la tarde a mirar como la gente arroja sus mariposas. Desde mi balcón, con una mezcla de nostalgia y tristeza (todavía no se cual de las dos sensaciones implica a la otra), intento olvidar todo el tiempo que ha pasado desde la ultima vez en que yo mismo liberara una mariposa.
Seres frágiles las mariposas. Mucho.
           
He liberado sólo unas pocas, de las cuales ninguna regresó. Tampoco tuve la suerte de verlas morir, como a menudo sucede con las que son sensibles a la luz del sol.
Si uno las ve morir al instante, ¡Ah!, uno muere un poco también. Carla, la chica del cuarto del edificio de enfrente vio como una pequeña chispa de dorado y verde que había cuidado desde que era una oruga gris, caía sin vida al tocarla un rayo tardío crepuscular.
Ella extendió un poco la mano; con un dedo delicado y blanco rozó al insecto apenas mientras caía, y el mismo sol atravesó unas lágrimas que se desprendieron de los ojos mustios de la mujer, y forjó pequeños prismas de color que se perdieron con la tarde.
Al menos algo bueno tiene verlas morir de inmediato, uno se evita el esperar que regresen y se ahorra todo un día de expectativa y sufrimiento; eso ya es algo, creo yo. A todas mis mariposas las liberé de mañana, y después me pasaba toda la tarde y la noche alterado e irritable, con mis esperanzas naciendo y muriendo a cada instante, desesperado, y solo.
Cada una de esas noches, terminó en desilusión.

Claro está que las mariposas sólo viven un día, y uno si quiere puede optar por no liberarlas, y guardárselas y disfrutarlas durante ese efímero y escaso día, y verlas morir a la mañana siguiente.
Si quieren un consejo: No hagan esto. El cautiverio no es para ellas, sufren mucho. Su día de vida se convierte en un día de tortura.
Cualquier duda que yo tuviera respecto al cautiverio de mariposas, me la quitó por completo un vecino mío.
Vino una mañana a mostrarme la mariposa que tenía. Era un hermoso ejemplar, grande y de vivos colores. Lo tenía en una cajita de cristal que había mandado a hacer especialmente para ella. Según me dijo entre susurros, (yo era la única persona del edificio en la que confiaba), pretendía que viviera mucho más que un día, y que la caja la separaría de los peligros del exterior.
Vivió casi una semana, si es que a eso se le puede llamar vivir.
Las alas se le marchitaron esa misma tarde, las arrastraba por el suelo de la caja como si fueran algas sin forma. Y de los hermosos colores sólo quedaron algunos tintes amarillos que asomaban entre grises putrefactos.
Así y todo, vivió cuatro días más. Al final había perdido las patas y las alas; solo era una especie de gusano deforme y gris, que manchaba la caja con una sustancia biliosa y pedacitos de su propio cuerpo, en cada convulsión de su patética agonía.
Creo que mi vecino nunca pudo perdonárselo. Perdió lo poco que le quedaba de sentido común, y nunca más tuvo una mariposa. Si pasan por aquí pueden ir a saludarlo. También van a poder ver la caja. No la suelta ni para dormir.

Hay que liberarlas. Duele.

Claro que cuando uno habla mucho, al final llega la ocasión de hacerse cargo de lo que dice. Hace unos días descubrí en el rosal que tengo en mi balcón, una oruguita que trepaba y masticaba una hoja particularmente rechoncha. Y ahora que el capullo se abre, me parece que la lluvia arrecia allá afuera, y que las gotas de caleidoscopio golpean a la puerta de mi corazón...


(Dibujos de Leilina)

sábado, 17 de septiembre de 2011

Princesa y Dragón

'Light is the left hand of darkness
and darkness the right hand of light.
Two are one, life and death, lying
together like lovers in kemmer,
Like hands joined together,
Like the end and the way.'

Ursula K. Le Guin




           El aire se pobló con el aroma de la sangre y la podredumbre.
Los corredores de la torre estaban oscuros ya, y una penumbra crepuscular teñía con amarillos apagados la fachada de piedra.
Una torre solitaria, en medio de un valle.
Una cadena montañosa la circundaba en espirales cada vez más estrechas, y sobre el flanco de la montaña, que poseía una pequeña cascada, había un alto paredón que encerraba junto con la mole de piedra un parque interior.
El musgo y las enredaderas trepaban por las paredes medio derruidas, y de las almenas de la torre colgaban largas barbas verdes que llegaban casi hasta el suelo.
Una de las ventanas bostezaba oscuridad.
La ventana vedada.
Un largo pasaje llegaba desde las alcobas superiores hasta los jardines internos del patio del manantial. Aunque de jardines tenían ya poco. El camino descuidado había sido invadido por arbustos de frambuesas de largas espinas y frutos amargos, y sólo la cara pétrea de la montaña se había salvado de la invasión verde. Lo que una vez había sido un hermoso jardín salpicado aquí y allá con glorietas, y pequeñas fuentes de mármol blanco; luchaba contra el tiempo y la naturaleza para conservar algo de su esplendor, algo de belleza salvaje.
Por allí había entrado el Dragón hacía unos momentos. Bajó las escaleras desde su habitación en lo alto de la torre, rechinando las escamas y las garras contra los pisos de piedra desnuda.
La princesa Luna lo esperaba ahora. Estaba frente a la ventana del Oeste mirando la puesta del sol.
El hedor del Dragón se iba diluyendo en el aire, mientras comenzaba a flotar otra vez en el ambiente, esa fragancia a salvia y a barro mojado que traen las tardes de primavera.
Ella sabía que el dragón se estaría dirigiendo hacia la pequeña cascada que se encontraba en los jardines, y que luego sumergiría su cuerpo en el estanque negro e insondable que él mismo había excavado al pie de la montaña.
Lo veía dejando que el agua fría que bajaba desde las alturas sin memoria, lavara su carne de reptil y los pecados del día.
Un bautismo en el que trataba de ahogar los gritos, el fuego, y el bullir de su propia sangre.
Temía por él. Cada vez que se bañaba, el Horno de sus entrañas se iba congelando poco a poco, hasta casi apagarse. Y la débil llama que sostenía su vida, era como la vela al borde de la cama de una viuda solitaria, esperando que la mano del destino se chupe los dedos y la apague con un silbido sordo.
Las estrellas comenzaron a asomar; mientras la noche ganaba la batalla sobre los hijos de la luz, Princesa y Dragón se recostaban en el piso frío. Ella apoyaba entonces su mejilla contra los ollares ardientes, y veía como pequeños cristales de sal, bajaban desde los ojos felinos y crueles de la bestia.
La Princesa Luna lloró bajo las pálidas estrellas. El Dragón, levantó un poco la cabeza para ver la Estrella Guía desaparecer en el horizonte.

Mil años y un día a partir de hoy.
Era lo único que su mente recordaba, lo único que se permitía pensar, el único pensamiento que en letras de plata resaltaba sobre el fondo negro de su mente, todo carbón, muerte y hambre...
Mil años y un día, el día que la estrella Guía sea la primera en ponerse.
La Princesa Luna se quedó dormida, suspiró en su sueño, y sonrió.

En el horizonte se divisaban unas lejanas volutas de humo que subían hasta rozar las nubes.
El sol se encontraba alto en el cielo y la Princesa, admiraba el paisaje desde la torre de guardia.
Esta vez no imaginaba que los lejanos torbellinos de hollín representaban una aldea condenada. Tampoco se entretenía pensando en el camino adoquinado que serpenteaba desde el valle hasta el arroyo que nacía en la torre. Un camino que con seguridad tocaba las vidas de los hombres, y que sería testigo de muchas historias de lugares remotos.
La Princesa había tenido un sueño. Y hacía cientos de años que no soñaba.
El sueño había sido más o menos así. Ella se encontraba en el jardín de la torre, o en uno similar, puesto que la torre no estaba. Era un día de sol, y sobre el césped que alfombraba la tierra hasta donde llegaba la vista, había innumerables fuentes. Niños pequeños danzaban por doquier, haciendo rondas y cantando, y sus caras estaban llenas de gozo, y un murmullo de alegría recorría el viento de ida y vuelta. El color bañaba de mediodía las ropas de la Princesa, que era toda risa y emoción. Ella danzaba con los niños y no podía parar de reír.
Fue entonces que una sombra ocultó el sol. La noche cayó en un instante, y al girar su cabeza, descubrió que detrás suyo, se había levantado desde la tierra un enorme trono. Y en el trono estaba sentada una mujer, con una corona de cuerno y un manto de plata, y sus ojos despedían fuego, y su mano amenazante se tendía hacia ella, apuntando con su índice mientras pronunciaba unas palabras:
-¡Deshonras a tu pueblo, a tu Reino y a tu Dios!
Era lo único que repetía una y otra vez, y de su boca caían serpientes mientras hablaba.
Seguramente hubo algo más en el sueño, pero no lo recordaba.
Aún con su apariencia de pesadilla, el sueño no dejaba de ser algo bueno. Era una cosa que venía a romper su rutina, era algo distinto.

Silencio, profundo silencio. Los días de la princesa estaban surcados de silencio.
Aún la cascada había aprendido a caer sin hacer ruido.
Ella miraba los árboles, e imaginaba el sonido que hacían al crecer. Veía a suave corteza estirándose, y escuchaba el rumor de la savia al correr por las venas verdes. En lo profundo, las raíces competían con las entrañas de la tierra por el derecho de piso, friccionando todo con su desarrollo.
Un vago rumor de viento la acunaba, y dejaba que los largos cabellos se mecieran un poco en él y juguetearan con las flores del jardín.
Largos cabellos. Los cabellos de la princesa eran la única señal del paso del tiempo.
Comenzaban en su cabeza, y se perdían en el olvido. Atravesaban todas las habitaciones de la torre y se enroscaban en cada columna. Como grandes tiras de terciopelo negro, bajaban por el camino pedregoso, y se perdían en las alturas de la torre.
Asombrosamente, no habían perdido su consistencia de seda, y no había piedra que osara ponerse en su camino, ni enredadera que anhelara crecer en medio de él. El cabello de la princesa fluía y en sus primeros metros, hasta parecía flotar.
Al principio, la princesa solía preguntarse dónde comenzaba... O dónde terminaba, y por algunos siglos se entretuvo algunas tardes buscando la punta. Es difícil engañar al tiempo cuando se lo posee en abundancia.

Al caer la tarde, llegaba el Dragón.
Siempre había sido así.
Su vida siempre había sido así.
Y si fue diferente, bueno, no lo recordaba...
Mejor dicho, casi, no lo recordaba.
           
Es algo extraño... La memoria… Un segundo de felicidad, contra veinte años de amargura. ¿Qué recuerdo es más largo?, ¿Cuál posee más detalles?
El suspiro de una mariposa, contra una vida humanamente mortal...
La princesa había llegado a pensar que el tiempo no existía. Podría haber existido si, pero ya no existía.
Ahora todo era verde y piedra. Dragón y cántaro. Silencio y fuego... Y montañas hasta donde alcanzaba la vista. Y volutas de humo en el norte, donde acababa la llanura, y desde donde llegaba el Dragón...
Sólo a su lado, cuando terminaba el sol y comenzaban las estrellas, cuando se trocaba el fuego y la luz, por grillos, luciérnagas, promesas... Sólo al pie de sus enormes ojos, mientras caían los cristales de sal, renacía en ella una vaga esperanza vieja como el mundo, y le parecía ver a través de las escamas, a medida que cerraba los ojos. Y creía recordar que una vez, que una vez el tiempo existía, que sus cabellos eran más cortos, y que el amor se encontraba en un jardín, por ahí, en alguna parte...

El hambre lo despertó como lo hacía todas las mañanas. Una orden natural y feroz, que debía ser obedecida de inmediato.
Necesitó algo de tiempo para encontrar sus alas con el pensamiento. Siempre, al despertar, se sentía desorientado. Y en lo único que podía pensar era en no aplastar a la princesa.
Con un par de pasos se apartó de ella, se acercó al borde, y se dejó caer.
Su mente se alejó para siempre, y sus instintos se hicieron cargo de sus alas, y del resto del cuerpo durante el resto del día, tal como lo hacían todos los días. Su olfato se agudizó en un instante, y las tripas llameantes comenzaron a retorcerse y a digerir en el crisol que pronto alojaría un rebaño de ovejas, o un puñado de vacas en arreo, o algún pueblo de incautos que no pagan tributo a los Mata Dragones. Daba lo mismo. Lo único importante era acallar el grito del hambre.
El único grito que su mente escuchaba, lo único importante...
Bueno, casi, lo único importante...
Cuando volvía hastiado y deshecho, con colgajos y restos y cosas inclasificables pendiendo de sus fauces. Cuando el hambre por fin se callaba, había otra voz, una pequeña voz humana que rogaba por un poco de paz, que anhelaba belleza, que quería verla, y ver con ella las estrellas.
El último resquicio de una humanidad perdida entre cuerno, astillas, y miedo...
Entonces se lavaba, bebía hasta el umbral del dolor, donde su fuego humeaba, y peligraba su existencia, y seguía el camino negro de su cabello hasta el encuentro en la ventana del poniente.
Y sus ojos buscaban la estrella guía, y su mente deseaba, y deseaba, y rogaba para que el tiempo se acelerara, y pasaran los mil años porque cuando los mil años pasaran, cuando los mil años pasaran, entonces...
Entonces se quedaba dormido, y sus ojos sin pestañas recordaban quien era él en realidad, la pupila felina se dilataba un poco, y tenían unos segundos de paz, para llorar su sal...

Esa noche tuvo otro sueño.
En el sueño, ella peinaba su cabello con un peine de plata frente a un gran espejo.
Una pequeña tiara ceñida sobre su frente destellaba al sol de la mañana. Era de una finura tal, que le hizo pensar que el orfebre que la construyó tenía alas en lugar de manos, plumas en vez de dedos, y la delicadeza y la paciencia de una serpiente que acecha a su presa.
Su rostro era diferente. Más feliz, más lleno, más fresco y joven. Miraba las líneas de su cara, y recordó de pronto, mirándose en el espejo, cuanto se parecía ella a su madre. Aunque seguramente esto fuera más un anhelo de parecerse a ella, puesto que sus recuerdos se remontaban a una infancia más o menos lejana y a los retratos en el comedor del castillo...
Desde la ventana que daba al jardín, el viento traía el sonido de una voz. Una voz alegre y despreocupada que aceleró los latidos de su corazón.
Volvió a mirarse en el espejo, y noto que sus mejillas se habían encendido. Se preocupó, ella era una princesa; el mundo exterior no debería existir para ella y tenía prohibido mirar por la ventana.
Un carraspeo sinuoso se escuchó desde algún lugar del cuarto.
-¡Ejem!
Al volverse a buscar la fuente de ese sonido sombrío, se dio cuenta que todo el cuarto se encontraba sumido en sombras, y que en la habitación, sólo podía verse lo que la  luz que entraba por la ventana iluminaba.
Desde las sombras volvió a escucharse:
-¿Otra vez?- dijo la voz arrebujada en tinieblas.
La princesa Luna no podía ver nada, ni tenía idea del tamaño de la habitación. La voz parecía provenir desde todas partes.
Se apretujó contra el alféizar de la ventana, la luz que entraba por ella moría apenas unos metros dentro del cuarto, y proyectaba ahora una larga y estilizada sombra de la princesa.
-Basta, ya te lo he dicho una y mil veces.
La voz sonaba atronadoramente en el cuarto y parecía rebotar y rebotar contra unas paredes invisibles.
-Ven.
La princesa se encaramó en la ventana, mientras su sombra se estiraba hacia las tinieblas del cuarto, acercándose lentamente hasta casi rozar la oscuridad.
-Eso es. Dame una manera de llegar a ti.
La princesa perdió el pie y cayó, y mientras caía el mundo se convirtió en un torbellino de celeste y verde...
-¡No lo haré más!- gritó al despertar.

Otra noche de vigilia. Algo de paz. Había llovido un poco durante la tarde y todas las piedras de la torre brillaban fantasmalmente a la luz de las estrellas.
El Dragón se dirigió a la cascada; caminaba por el camino pedregoso y verde, y ese mismo verde lo hería. Odiaba el aspecto descuidado que rodeaba la torre.
Los arbustos tomaban forma bajo sus ojos, aquel ligustro por ejemplo, le recordaba vagamente a un conejo saltando, y esa mata de frambuesas, parecía un pequeño nenúfar a punto de abrirse. Y entonces se olvidaba de que ya no había tijeras de podar sino garras. Y se acercaba lentamente, a tratar de dar las formas de su mente a las plantas.
Sobrevenía el desastre.
Toda forma verde en el jardín se marchitaba al contacto de las zarpas del Dragón, sus garras delanteras nunca perdían el calor que emanaba de su interior. Esto lo enfurecía, y resoplando de frustración avivaba el calor de sus entrañas y convertía luego en cenizas cada pequeño arbusto, cada flor, cada fruto...
Esto ocurría de vez en cuando, la primera vez se entristeció mucho, pero ahora sabía que por arte de magia, para su tranquilidad o para su torturante y rotunda realidad, a la mañana siguiente todo el verde volvía a aparecer como si nunca se hubiera ido. No había recuerdos del ayer. Ni marca alguna del paso del tiempo.
Sólo el cabello de la princesa que seguía creciendo, y al cual comenzaba a buscar un poco más tranquilo, mientras las llamas se apagaban detrás de él...

Una vez, cuando no era hoy,
Ni ayer,
Y el tiempo no existía para mí,
La vida era un lugar de futuros inciertos,
Y no de destinos eternos.
Una vez, cuando había sol,
Y luz,
Y tierra frágil y tierna,
Las fuentes cantaban mi nombre y el tuyo,
Y no había que hallar las estrellas.

A veces quiero volver al lugar que fue,
A veces quiero jugar y pensar,
Que hubo otro día y que hoy, finalmente,
Acabará...

Y todo acaba finalmente, así la locura como todo lo demás. Estas viejas palabras de sabiduría recóndita, encierran la verdad; pues en un Universo en el cual todo tiende al olvido, negro y siniestro o blanco y misericordioso, la antigua profecía aún habría de cumplirse.

Mil años pasaron. Mil años que fueron una exhalación de tiempo muerto en las olas de la eternidad. Mil años de alas batientes, sangre y dolor. Mil años de oscura y brumosa niebla.

Mil años
               y un día.


Despertó despacio. El aroma fresco y musgoso del jardín se metió por su nariz, cosquilleando e insuflando vida. Se desperezó y sin mirar alrededor bajó las escaleras y dejó que los pies se sumergieran en el mar de hierba húmeda. Mariposas de viento aletearon en los largos cabellos.

Despertó despacio. El aroma fresco y musgoso del jardín se metió por su nariz, cosquilleando e insuflando vida. Se desperezó y tanteó a su alrededor con una sombra de preocupación. No había nadie.
Buscando las tijeras, se dio cuenta de que la última vez las había guardado en el armario empotrado en la pared. Abrió las grandes puertas de roble con cuidado, con el ruido y la queja oxidada de siglos y ahí estaban. Agarró las tijeras con las dos manos.
El jardín parecía infinito, y asaltaba sus sentidos por entero. Era una hermosa mañana veraniega, y las pequeñas gotas de sudor que comenzaron a aparecer en su frente, echaban prismas de color al rayo del sol. Mientras se arremangaba, tomaba varios profundos tragos de agua, y se disponía a trabajar, levantó los ojos y la vio.

Dos pares de ojos humanos se encontraron lentamente en el amanecer del día anhelado. Mientras el sol calentaba los cuerpos cubiertos de rocío, Princesa y Jardinero se miraron largamente intentando hallar sus almas en el estanque profundo de los ojos del otro, ignorando al tiempo, al sol, al jardín, a la maldición, torre, cascada y rocío.

La rueda del destino siguió girando.

Un día más.






Dedicado especialmente a Verónica, que leyó más allá y me dio el consejo que llevó la historia por el camino correcto. Sin ella, este cuento nunca hubiera visto la luz...
(Dibujos de Leilina)

martes, 13 de septiembre de 2011

Determinación

El niño camina y piensa.
En sus manos sostiene la vela de débil pabilo y de luz incierta.
Una mano pequeña cubre el sueño de cera y trata de impedir que el huracán sombrío apague la luz para siempre, sumiéndolo en la desesperación... En la oscuridad...

Cuanto más cubre la vela, más débil arde. Cuanto más débil arde, más oscuro es el camino. Con la oscuridad, aumenta la desesperación.

El niño ya no avanza, cansado de trastabillar en la semipenumbra. Se acurruca y cubre la vela con su cuerpo casi desnudo y cuajado de harapos.
Ya no avanza.
Sólo piensa.
No puede decirse que viva.





Me alegré de ver al niño tiempo después. Esperaba encontrarlo acurrucado y prieto, avivando el fuego en la penumbra hostil.
Me alegré de su paso seguro por el camino blanco, me alegré de su desnudez.
Me alegró ver que ya no tenía la vela.

El niño avanza y piensa hoy.
El niño brilla...

lunes, 12 de septiembre de 2011

El regalo de Ariadna

 
“A partir de cierto punto, el regreso ya no es posible.
  Ese es el punto que debemos alcanzar.”
Franz Kafka



      El negro absoluto se escabullía por todos los pasillos de laberinto.
     Oscuridad que se filtraba como un aluvión de diminutas moscas sobre los detritus del miedo de los hombres.
     Cuando Teseo se aferraba al hilo que tenía delante suyo, sentía como si estuviera tirando de los cabellos de la noche.
     Las horas transcurrían lentas y goteaban sus minutos uno por uno, al ritmo de los pasos que rasgaban la piedra, y amenazaban con horadar el granito, para llegar a las entrañas mismas del abismo.
     Una especie de monólogo entrecortado rebotaba una y otra vez contra las paredes de piedra inescrutable. Un monólogo que de no ser tan bajo y tímido, hubiera parecido el delirio solitario de una persona desesperada.
    -Ya tendría que haber salido. Al menos debería ver algo.- la voz sonaba hueca y forzada, y se apagaba pronto.
     -Quizás la vuelta atrás es mas larga...
      Se arrepintió.
     A medida que se adentraba en el laberinto, poco a poco, se abría paso la idea de que jamás lograría matarlo.
     La idea tomaba forma, mientras la luz huía. La imagen de su cuerpo se desdibujaba y comenzó a olvidarse de sus músculos, a olvidar los largos años de entrenamiento.
     A menudo aferraba el pomo de la espada. El tacto frío, cruel, sin vida, le recordaba que pertenecía a un mundo infinitamente lejano en el que los humanos aún mataban y morían. Le daba tranquilidad recordar que él había sido uno de los que mataban. El acto de llevar la mano a la espada era rápido y con el miedo súbito del que cree haber olvidado algo. El simple hecho de pensar en perderla y tener que enfrentarlo desarmado lo llenaba de terror. Lo mismo sucedía con la armadura, al caminar se palpaba asustado el pecho y los hombros, para comprobar que todavía protegía su carne, olvidando que una vez el metal brilló orgulloso bajo el sol.

     La mente se extraviaba, la oscuridad crecía y él; él se hacía cada vez más pequeño, la carne se iba con la luz. Así que finalmente la armadura ya no pudo protegerlo más, pues le quedaba grande y le incomodaba para caminar. Se deshizo de ella o se le cayó, o ambas cosas.
     Las fuerzas lo abandonaban, devoradas por la sombra. Llegado a un punto, era tan débil que ya no podía sostener la espada, y mucho menos blandirla; así que terminó arrojándola contra la pared con el resto de furia, poder y frustración que le quedaban. Un rayo perdido la iluminó mientras se partía en dos.
       Por lo menos ahora ya no tendría miedo de perderla...

Hasta aquí llegó la determinación de Teseo. Un instante de locura, de miedo a lo desconocido, a lo conocido y a lo inesperado.
Todo fue huir. 
Dio media vuelta, y comenzó el retorno interminable.
            Apenas divisaba el hilo que se desenrollaba, perdido para siempre.

     Los tamaños se desvirtuaron en el momento en que toda luz se apagó para sus ojos, y el miedo lo abrazó, sofocándole el valor. Todos esos nobles sentimientos guerreros, se convirtieron en estatuas del pasado, inmóviles e inalcanzables como expuestas en el museo de su ser. Gallardos caballeros que lo observaban con reprobación mientras él huía y huía, y sólo le importaba correr.
     Y comenzó a crecer el monstruo, se hacía más feroz, subía niveles en malignidad y estaba cada vez más sediento, más hambriento, más insaciable...
     La oscuridad y el monstruo, siempre creciendo, siempre constantes, siempre alertas.  La bestia de Teseo se encontraba un palmo delante de él, y recogía el hilo que iba dejando.

     Perdió la noción del espacio, el laberinto fue achicándose hasta que en su mente, solo veía un corredor, el hilo que se deslizaba entre sus dedos y el monstruo; cada vez más grande, más grande que el laberinto, que lo ocupaba todo y lo esperaba al final de las cosas, en la única habitación existente. Ya no hubo corredores, terminaban todos los caminos y comenzaban las fauces rubicundas y babeantes vomitando la oscuridad.

     Así llegó Teseo a la habitación de la cual nunca había salido. El único lugar existente del mundo. Una enorme y cerrada caja donde desde siempre, lo aguardaba la punta de un gigantesco ovillo. Se recostó exhausto contra la pared. Su única esperanza era haberse vuelto tan pequeño, que el monstruo no lo viera, y pudiese escabullirse como una hormiguita, hasta que venga el día.

     Pero la noche respiraba delante suyo...

domingo, 11 de septiembre de 2011

Tú No

      Resultó ser que un buen día, Dios tuvo que partir.
      Reunió a sus discípulos y habló directo a sus corazones, a sus almas, a lo más profundo de su ser.
      - Hijos míos, Hermanos míos, Padres míos. Iguales a mí en todo, cada uno de ustedes. En vosotros está la creación y la vida, y en vosotros está la capacidad de ser un milagro, un suspiro de belleza, un pedazo de cielo.
      - Los conmino a que labren un hermoso destino, a que procuréis ser felices, y a que transitéis por esta Tierra en Paz. Sed buenos con todos y en todo, empezando por vosotros mismos. No os traicionéis, no os humilléis, y sed siempre libres y alegres. Que para esto tenéis la vida.
      Y resultó que los hombres oyeron y se regocijaron, y ejecutaron planes para el futuro…

Generaciones…

      Y así hablaron los Hombres Santos tiempo después:
      - Es bien sabido que Dios nos ha elegido para ungirnos con su Sabiduría. Pero muchos otros ignorantes e infieles, aún permanecen en la oscuridad del paganismo. Hemos de ser el rayo de luz que ilumine sus espíritus, más las palabras de Dios son complejas y valiosas para ofrecerlas sin contemplaciones. Estas enseñanzas han de ser digeridas y trasmitidas sin demora, pero con palabras que no lleven a malas interpretaciones, a excesos o al pecado. Los infieles no son los culpables de su situación, nosotros nos haremos cargo de sus almas condenadas.

Generaciones…

      Y así hablaron los Hombres Santos tiempo después:
      - Porque sabed que Dios ha hablado, y la Divina Providencia ha determinado que seamos nosotros las voces de Dios. Y para que no se tergiverse su Santa Palabra hemos decidido escribirlo todo, para la posteridad y para Ustedes sus Hijos.
      Y los hombres escribieron la Palabra de Dios, que aún resonaba en los corazones de algunos:
      “Yo soy Vuestro Dios el Todopoderoso, y les ordeno cumplir mi mandato, en forma de éstos mandamientos labrados en las Piedras de la Ley:

     1. Procuraréis ser felices.
     2. Sed buenos con todos y en todas las cosas.
     3. No traicionéis a Vuestro Señor.
     4. No humilléis a Vuestro Señor.
     5. Gozaréis de la Libertad que recibisteis de Vuestro Señor en tanto cumplas sus mandamientos.

      Pues Yo soy la Vida, y tengo el don de Recompensar si mis leyes son cumplidas y de Castigar a los herejes.”
     
Generaciones…

      Y así hablaron los Hombres Santos tiempo después:
      Porque Dios ha hablado en sueños, y ha dicho que debéis ser guiados a un destino único, el destino de Servir a Dios. Sólo en la Servidumbre alcanzaréis la gloria.

Generaciones…

      Y así habló el Hombre Santo tiempo después:
      - Es el mismo Dios el que habla por mi boca. El que les ordena reprimir sus impulsos y apetitos, el que les dice que sois impuros, que nacisteis en el pecado, y moriréis en él a menos que aceptéis a Dios e imploréis su perdón.

Generaciones…

      Y así habló el Hombre Santo tiempo después:
      - Dios avalaría nuestra causa. Ésta es una guerra justa, y nosotros nos encontramos del lado de la libertad y la Paz. Debe de haber guerra para que haya Paz. Debe correr sangre hoy, para que no corra sangre en el futuro. Quizás no lo veamos, pero Dios vela por nuestro futuro. Es nuestro deber el limpiar el camino. Así está escrito, y así se hará.

Generaciones…

      Dios volvió a la Tierra tiempo después. Y su llegada causó gran revuelo: ¿Traería la espada de la guerra? ¿El castigo de los pecadores?, ¿El Juicio y la Condena de aquellos que se negaron a servirlo?
      Así habló Dios en su regreso a la Tierra:
      -¿Qué habéis hecho?, ¿No os dije que seáis buenos, felices y libres?
      Los hombres se miraron extrañados, y pensaron largo rato. Por primera vez en mucho tiempo se miraron los unos a los otros, y por primera vez en mucho tiempo; estuvieron de acuerdo en algo.
      Y así hablaron los Hombres:
      - No. No nos has dicho eso. Hemos leído los libros, hemos cumplido los mandamientos, y hemos abrazado el destino de la servidumbre. Tú no eres nuestro Dios.
       Así hablaron, y hablaron con verdad, matando a Dios con las palabras.

      Y esa fue su segunda muerte, pues hacía tiempo que Dios había muerto en los corazones de los hombres…

sábado, 10 de septiembre de 2011

La Hormiga y la Cigarra

La Hormiga volvía a su casa amargada, sombría, con el peso de la rutina y el trabajo sobre sus párpados:

con el maquillaje de la frustración sombreando sus ojos,
con el tic-tac de los relojes de oficina,
con el smog de colectivos varios,
trajeada y sola.

Su sombrero gris, ocultaba las antenas que otrora se irguieran orgullosas, y hoy temblaban dobladas bajo el peso de los años. Un par de pastos secos en su estéril cabeza calva.

Los días de otoño terminaban. Leves pinceladas de cirros blancos decoraban el cielo ora celeste, ora gradientes de naranja, que adquiría de a poco los tonos grises y húmedos del invierno. Pero era como si la estación se negara a dejar paso al frío, y los últimos días brillaban, y eran calentados por el sol moribundo que entregaba generosamente sus últimos rayos.

Dos o tres de estos rayos, estaban cayendo sobre la Cigarra que esperaba en la puerta de la casa de la Hormiga. Que esperaba siempre algo, tocando su violín. La caja vacía del instrumento, inclinada hacia la acera, invitaba al desembolso de algunos pesos. Pero la Hormiga no es generosa.

Ese es su menor defecto.

La Hormiga pasó a su lado, y entró refunfuñando a la casa sin siquiera mirarla. Otra Cigarra que estaría muerta en un mes, pensaba. Otro inútil insecto que ocupa la entrada de mi casa, y me estorba con su música.
El violín de la Cigarra languidecía con el ocaso, mientras las últimas notas se fundían en la oscuridad creciente a medida que moría el sol, unas pocas luciérnagas tardías se bamboleaban al ritmo de los estirados pentagramas que penetraban en el living de la casa de la Hormiga.

Fastidiada, encendió la televisión. Los compases leves, fueron ocluidos por los comerciales, el estruendo y la banalidad. Todas esas cosas respetables con las que si se podía vivir en paz.

Todas esas cosas que lo entendían a uno.
Que eran como uno.
Que no le recordaban a uno nada.

Que no le pedían nada y le entregaban todo. Horas y horas de zigzagueos que se apiadaban de su mente, esquivando con éxito al mundo real. Un mundo que se encontraba infinitamente lejos, apenas aislado por el espesor de una puerta...


La Cigarra estaba muerta dos semanas después. El invierno, ocupó sin piedad el trono que le habían negado tanto tiempo. Esa mañana una veloz nevada había pintado la calle hasta convertirla en una llanura dolorosamente blanca, en donde sólo los árboles brindaban un poco de marrón y caqui, en medio de lo inmaculado.

Nuestro apesadumbrado insecto salió de su casa farfullando maldiciones, y con la resaca de un sueño intranquilo tapizándole los párpados, y no fue hasta bien entrada la tarde, cuando al regresar del supermercado con los brazos atestados de bolsas y paquetes, divisó el bulto acurrucado contra la escalera que llevaba a la puerta.

Esa tarde la Hormiga miró un segundo al cadáver mientras daba la última vuelta a la llave, y abría la puerta principal. Un segundo en que su mirada finalmente se cruzó con el rostro ahora sereno e inexpresivo de la artista. No se ocupó mover el cuerpo, o de darle sepultura. Todo el mundo sabe que las Cigarras se disuelven finalmente en la nieve, y duermen en el frío hasta que vuelven los calores del verano. Todo el mundo sabe que hace falta mucho más que un invierno, para matar del todo a una cigarra.


Cuando se bañó esa noche, no supo porqué, las lágrimas surgieron sin control y lloró desconsoladamente bajo la lluvia artificial, que levantaba pequeñas nubecitas de vapor.


A la mañana siguiente, mientras se cepillaba las antenas, la Hormiga se sorprendió a si misma tarareando una canción...



(Fotografía gentileza de Pavel Sorokin)

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