sábado, 17 de septiembre de 2011

Princesa y Dragón

'Light is the left hand of darkness
and darkness the right hand of light.
Two are one, life and death, lying
together like lovers in kemmer,
Like hands joined together,
Like the end and the way.'

Ursula K. Le Guin




           El aire se pobló con el aroma de la sangre y la podredumbre.
Los corredores de la torre estaban oscuros ya, y una penumbra crepuscular teñía con amarillos apagados la fachada de piedra.
Una torre solitaria, en medio de un valle.
Una cadena montañosa la circundaba en espirales cada vez más estrechas, y sobre el flanco de la montaña, que poseía una pequeña cascada, había un alto paredón que encerraba junto con la mole de piedra un parque interior.
El musgo y las enredaderas trepaban por las paredes medio derruidas, y de las almenas de la torre colgaban largas barbas verdes que llegaban casi hasta el suelo.
Una de las ventanas bostezaba oscuridad.
La ventana vedada.
Un largo pasaje llegaba desde las alcobas superiores hasta los jardines internos del patio del manantial. Aunque de jardines tenían ya poco. El camino descuidado había sido invadido por arbustos de frambuesas de largas espinas y frutos amargos, y sólo la cara pétrea de la montaña se había salvado de la invasión verde. Lo que una vez había sido un hermoso jardín salpicado aquí y allá con glorietas, y pequeñas fuentes de mármol blanco; luchaba contra el tiempo y la naturaleza para conservar algo de su esplendor, algo de belleza salvaje.
Por allí había entrado el Dragón hacía unos momentos. Bajó las escaleras desde su habitación en lo alto de la torre, rechinando las escamas y las garras contra los pisos de piedra desnuda.
La princesa Luna lo esperaba ahora. Estaba frente a la ventana del Oeste mirando la puesta del sol.
El hedor del Dragón se iba diluyendo en el aire, mientras comenzaba a flotar otra vez en el ambiente, esa fragancia a salvia y a barro mojado que traen las tardes de primavera.
Ella sabía que el dragón se estaría dirigiendo hacia la pequeña cascada que se encontraba en los jardines, y que luego sumergiría su cuerpo en el estanque negro e insondable que él mismo había excavado al pie de la montaña.
Lo veía dejando que el agua fría que bajaba desde las alturas sin memoria, lavara su carne de reptil y los pecados del día.
Un bautismo en el que trataba de ahogar los gritos, el fuego, y el bullir de su propia sangre.
Temía por él. Cada vez que se bañaba, el Horno de sus entrañas se iba congelando poco a poco, hasta casi apagarse. Y la débil llama que sostenía su vida, era como la vela al borde de la cama de una viuda solitaria, esperando que la mano del destino se chupe los dedos y la apague con un silbido sordo.
Las estrellas comenzaron a asomar; mientras la noche ganaba la batalla sobre los hijos de la luz, Princesa y Dragón se recostaban en el piso frío. Ella apoyaba entonces su mejilla contra los ollares ardientes, y veía como pequeños cristales de sal, bajaban desde los ojos felinos y crueles de la bestia.
La Princesa Luna lloró bajo las pálidas estrellas. El Dragón, levantó un poco la cabeza para ver la Estrella Guía desaparecer en el horizonte.

Mil años y un día a partir de hoy.
Era lo único que su mente recordaba, lo único que se permitía pensar, el único pensamiento que en letras de plata resaltaba sobre el fondo negro de su mente, todo carbón, muerte y hambre...
Mil años y un día, el día que la estrella Guía sea la primera en ponerse.
La Princesa Luna se quedó dormida, suspiró en su sueño, y sonrió.

En el horizonte se divisaban unas lejanas volutas de humo que subían hasta rozar las nubes.
El sol se encontraba alto en el cielo y la Princesa, admiraba el paisaje desde la torre de guardia.
Esta vez no imaginaba que los lejanos torbellinos de hollín representaban una aldea condenada. Tampoco se entretenía pensando en el camino adoquinado que serpenteaba desde el valle hasta el arroyo que nacía en la torre. Un camino que con seguridad tocaba las vidas de los hombres, y que sería testigo de muchas historias de lugares remotos.
La Princesa había tenido un sueño. Y hacía cientos de años que no soñaba.
El sueño había sido más o menos así. Ella se encontraba en el jardín de la torre, o en uno similar, puesto que la torre no estaba. Era un día de sol, y sobre el césped que alfombraba la tierra hasta donde llegaba la vista, había innumerables fuentes. Niños pequeños danzaban por doquier, haciendo rondas y cantando, y sus caras estaban llenas de gozo, y un murmullo de alegría recorría el viento de ida y vuelta. El color bañaba de mediodía las ropas de la Princesa, que era toda risa y emoción. Ella danzaba con los niños y no podía parar de reír.
Fue entonces que una sombra ocultó el sol. La noche cayó en un instante, y al girar su cabeza, descubrió que detrás suyo, se había levantado desde la tierra un enorme trono. Y en el trono estaba sentada una mujer, con una corona de cuerno y un manto de plata, y sus ojos despedían fuego, y su mano amenazante se tendía hacia ella, apuntando con su índice mientras pronunciaba unas palabras:
-¡Deshonras a tu pueblo, a tu Reino y a tu Dios!
Era lo único que repetía una y otra vez, y de su boca caían serpientes mientras hablaba.
Seguramente hubo algo más en el sueño, pero no lo recordaba.
Aún con su apariencia de pesadilla, el sueño no dejaba de ser algo bueno. Era una cosa que venía a romper su rutina, era algo distinto.

Silencio, profundo silencio. Los días de la princesa estaban surcados de silencio.
Aún la cascada había aprendido a caer sin hacer ruido.
Ella miraba los árboles, e imaginaba el sonido que hacían al crecer. Veía a suave corteza estirándose, y escuchaba el rumor de la savia al correr por las venas verdes. En lo profundo, las raíces competían con las entrañas de la tierra por el derecho de piso, friccionando todo con su desarrollo.
Un vago rumor de viento la acunaba, y dejaba que los largos cabellos se mecieran un poco en él y juguetearan con las flores del jardín.
Largos cabellos. Los cabellos de la princesa eran la única señal del paso del tiempo.
Comenzaban en su cabeza, y se perdían en el olvido. Atravesaban todas las habitaciones de la torre y se enroscaban en cada columna. Como grandes tiras de terciopelo negro, bajaban por el camino pedregoso, y se perdían en las alturas de la torre.
Asombrosamente, no habían perdido su consistencia de seda, y no había piedra que osara ponerse en su camino, ni enredadera que anhelara crecer en medio de él. El cabello de la princesa fluía y en sus primeros metros, hasta parecía flotar.
Al principio, la princesa solía preguntarse dónde comenzaba... O dónde terminaba, y por algunos siglos se entretuvo algunas tardes buscando la punta. Es difícil engañar al tiempo cuando se lo posee en abundancia.

Al caer la tarde, llegaba el Dragón.
Siempre había sido así.
Su vida siempre había sido así.
Y si fue diferente, bueno, no lo recordaba...
Mejor dicho, casi, no lo recordaba.
           
Es algo extraño... La memoria… Un segundo de felicidad, contra veinte años de amargura. ¿Qué recuerdo es más largo?, ¿Cuál posee más detalles?
El suspiro de una mariposa, contra una vida humanamente mortal...
La princesa había llegado a pensar que el tiempo no existía. Podría haber existido si, pero ya no existía.
Ahora todo era verde y piedra. Dragón y cántaro. Silencio y fuego... Y montañas hasta donde alcanzaba la vista. Y volutas de humo en el norte, donde acababa la llanura, y desde donde llegaba el Dragón...
Sólo a su lado, cuando terminaba el sol y comenzaban las estrellas, cuando se trocaba el fuego y la luz, por grillos, luciérnagas, promesas... Sólo al pie de sus enormes ojos, mientras caían los cristales de sal, renacía en ella una vaga esperanza vieja como el mundo, y le parecía ver a través de las escamas, a medida que cerraba los ojos. Y creía recordar que una vez, que una vez el tiempo existía, que sus cabellos eran más cortos, y que el amor se encontraba en un jardín, por ahí, en alguna parte...

El hambre lo despertó como lo hacía todas las mañanas. Una orden natural y feroz, que debía ser obedecida de inmediato.
Necesitó algo de tiempo para encontrar sus alas con el pensamiento. Siempre, al despertar, se sentía desorientado. Y en lo único que podía pensar era en no aplastar a la princesa.
Con un par de pasos se apartó de ella, se acercó al borde, y se dejó caer.
Su mente se alejó para siempre, y sus instintos se hicieron cargo de sus alas, y del resto del cuerpo durante el resto del día, tal como lo hacían todos los días. Su olfato se agudizó en un instante, y las tripas llameantes comenzaron a retorcerse y a digerir en el crisol que pronto alojaría un rebaño de ovejas, o un puñado de vacas en arreo, o algún pueblo de incautos que no pagan tributo a los Mata Dragones. Daba lo mismo. Lo único importante era acallar el grito del hambre.
El único grito que su mente escuchaba, lo único importante...
Bueno, casi, lo único importante...
Cuando volvía hastiado y deshecho, con colgajos y restos y cosas inclasificables pendiendo de sus fauces. Cuando el hambre por fin se callaba, había otra voz, una pequeña voz humana que rogaba por un poco de paz, que anhelaba belleza, que quería verla, y ver con ella las estrellas.
El último resquicio de una humanidad perdida entre cuerno, astillas, y miedo...
Entonces se lavaba, bebía hasta el umbral del dolor, donde su fuego humeaba, y peligraba su existencia, y seguía el camino negro de su cabello hasta el encuentro en la ventana del poniente.
Y sus ojos buscaban la estrella guía, y su mente deseaba, y deseaba, y rogaba para que el tiempo se acelerara, y pasaran los mil años porque cuando los mil años pasaran, cuando los mil años pasaran, entonces...
Entonces se quedaba dormido, y sus ojos sin pestañas recordaban quien era él en realidad, la pupila felina se dilataba un poco, y tenían unos segundos de paz, para llorar su sal...

Esa noche tuvo otro sueño.
En el sueño, ella peinaba su cabello con un peine de plata frente a un gran espejo.
Una pequeña tiara ceñida sobre su frente destellaba al sol de la mañana. Era de una finura tal, que le hizo pensar que el orfebre que la construyó tenía alas en lugar de manos, plumas en vez de dedos, y la delicadeza y la paciencia de una serpiente que acecha a su presa.
Su rostro era diferente. Más feliz, más lleno, más fresco y joven. Miraba las líneas de su cara, y recordó de pronto, mirándose en el espejo, cuanto se parecía ella a su madre. Aunque seguramente esto fuera más un anhelo de parecerse a ella, puesto que sus recuerdos se remontaban a una infancia más o menos lejana y a los retratos en el comedor del castillo...
Desde la ventana que daba al jardín, el viento traía el sonido de una voz. Una voz alegre y despreocupada que aceleró los latidos de su corazón.
Volvió a mirarse en el espejo, y noto que sus mejillas se habían encendido. Se preocupó, ella era una princesa; el mundo exterior no debería existir para ella y tenía prohibido mirar por la ventana.
Un carraspeo sinuoso se escuchó desde algún lugar del cuarto.
-¡Ejem!
Al volverse a buscar la fuente de ese sonido sombrío, se dio cuenta que todo el cuarto se encontraba sumido en sombras, y que en la habitación, sólo podía verse lo que la  luz que entraba por la ventana iluminaba.
Desde las sombras volvió a escucharse:
-¿Otra vez?- dijo la voz arrebujada en tinieblas.
La princesa Luna no podía ver nada, ni tenía idea del tamaño de la habitación. La voz parecía provenir desde todas partes.
Se apretujó contra el alféizar de la ventana, la luz que entraba por ella moría apenas unos metros dentro del cuarto, y proyectaba ahora una larga y estilizada sombra de la princesa.
-Basta, ya te lo he dicho una y mil veces.
La voz sonaba atronadoramente en el cuarto y parecía rebotar y rebotar contra unas paredes invisibles.
-Ven.
La princesa se encaramó en la ventana, mientras su sombra se estiraba hacia las tinieblas del cuarto, acercándose lentamente hasta casi rozar la oscuridad.
-Eso es. Dame una manera de llegar a ti.
La princesa perdió el pie y cayó, y mientras caía el mundo se convirtió en un torbellino de celeste y verde...
-¡No lo haré más!- gritó al despertar.

Otra noche de vigilia. Algo de paz. Había llovido un poco durante la tarde y todas las piedras de la torre brillaban fantasmalmente a la luz de las estrellas.
El Dragón se dirigió a la cascada; caminaba por el camino pedregoso y verde, y ese mismo verde lo hería. Odiaba el aspecto descuidado que rodeaba la torre.
Los arbustos tomaban forma bajo sus ojos, aquel ligustro por ejemplo, le recordaba vagamente a un conejo saltando, y esa mata de frambuesas, parecía un pequeño nenúfar a punto de abrirse. Y entonces se olvidaba de que ya no había tijeras de podar sino garras. Y se acercaba lentamente, a tratar de dar las formas de su mente a las plantas.
Sobrevenía el desastre.
Toda forma verde en el jardín se marchitaba al contacto de las zarpas del Dragón, sus garras delanteras nunca perdían el calor que emanaba de su interior. Esto lo enfurecía, y resoplando de frustración avivaba el calor de sus entrañas y convertía luego en cenizas cada pequeño arbusto, cada flor, cada fruto...
Esto ocurría de vez en cuando, la primera vez se entristeció mucho, pero ahora sabía que por arte de magia, para su tranquilidad o para su torturante y rotunda realidad, a la mañana siguiente todo el verde volvía a aparecer como si nunca se hubiera ido. No había recuerdos del ayer. Ni marca alguna del paso del tiempo.
Sólo el cabello de la princesa que seguía creciendo, y al cual comenzaba a buscar un poco más tranquilo, mientras las llamas se apagaban detrás de él...

Una vez, cuando no era hoy,
Ni ayer,
Y el tiempo no existía para mí,
La vida era un lugar de futuros inciertos,
Y no de destinos eternos.
Una vez, cuando había sol,
Y luz,
Y tierra frágil y tierna,
Las fuentes cantaban mi nombre y el tuyo,
Y no había que hallar las estrellas.

A veces quiero volver al lugar que fue,
A veces quiero jugar y pensar,
Que hubo otro día y que hoy, finalmente,
Acabará...

Y todo acaba finalmente, así la locura como todo lo demás. Estas viejas palabras de sabiduría recóndita, encierran la verdad; pues en un Universo en el cual todo tiende al olvido, negro y siniestro o blanco y misericordioso, la antigua profecía aún habría de cumplirse.

Mil años pasaron. Mil años que fueron una exhalación de tiempo muerto en las olas de la eternidad. Mil años de alas batientes, sangre y dolor. Mil años de oscura y brumosa niebla.

Mil años
               y un día.


Despertó despacio. El aroma fresco y musgoso del jardín se metió por su nariz, cosquilleando e insuflando vida. Se desperezó y sin mirar alrededor bajó las escaleras y dejó que los pies se sumergieran en el mar de hierba húmeda. Mariposas de viento aletearon en los largos cabellos.

Despertó despacio. El aroma fresco y musgoso del jardín se metió por su nariz, cosquilleando e insuflando vida. Se desperezó y tanteó a su alrededor con una sombra de preocupación. No había nadie.
Buscando las tijeras, se dio cuenta de que la última vez las había guardado en el armario empotrado en la pared. Abrió las grandes puertas de roble con cuidado, con el ruido y la queja oxidada de siglos y ahí estaban. Agarró las tijeras con las dos manos.
El jardín parecía infinito, y asaltaba sus sentidos por entero. Era una hermosa mañana veraniega, y las pequeñas gotas de sudor que comenzaron a aparecer en su frente, echaban prismas de color al rayo del sol. Mientras se arremangaba, tomaba varios profundos tragos de agua, y se disponía a trabajar, levantó los ojos y la vio.

Dos pares de ojos humanos se encontraron lentamente en el amanecer del día anhelado. Mientras el sol calentaba los cuerpos cubiertos de rocío, Princesa y Jardinero se miraron largamente intentando hallar sus almas en el estanque profundo de los ojos del otro, ignorando al tiempo, al sol, al jardín, a la maldición, torre, cascada y rocío.

La rueda del destino siguió girando.

Un día más.






Dedicado especialmente a Verónica, que leyó más allá y me dio el consejo que llevó la historia por el camino correcto. Sin ella, este cuento nunca hubiera visto la luz...
(Dibujos de Leilina)

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