viernes, 4 de noviembre de 2011

Fósiles

La vida en el Mesozoico era complicada. Para un pequeño molusco era además corta.
Y plagada de peligros. 
Eso no impidió que los amonites dominaran los mares durante muchísimo tiempo. Estos parientes del calamar, con su práctica conchilla en espiral se las arreglaban bastante bien para sobrevivir.
De todos los que había, ahora nos interesa uno. Uno en particular, que tuvo la desgracia de morirse en el Jurásico, quizás en el mismo momento en que moría un tiranosaurio; quizás en el mismo momento en que nacía uno de aquellos gigantes herbívoros de cuello largo.
Cómo se murió no importa, la cuestión es que se fue al fondo, donde su cuerpo fue masticado por algunos otros bichejos, antes de que las arenas cubrieran su duro caparazón iridiscente.

Durante millones de años durmió bajo las arenas marinas. Los materiales que formaban parte de su conchilla fueron siendo reemplazados por minerales, y nuestro amigo perdió algo de su brillo. La Tierra cambió, los continentes se movieron, donde hubo agua de repente hubo un desierto y viceversa. Nuestro amonite fue testigo de todo. Él esperaba pacientemente y dejaba de ser un despojo, para convertirse en un fósil.

Desconozco si fue el martillo de un paleontólogo, el pie de un curioso o la garra de una vizcacha lo que ayudó a nuestro amigo a ver de nuevo la luz del sol. El mismo sol que lo alumbró bajo el agua un día, hacía cientos de millones de días.
 La cuestión es que llegó a mis manos junto con otras bellezas. Un pequeño puñado de fósiles con los que decidí dar una clase práctica, porque estaba afónico y no podía hablar bien.
 Los chicos comenzaron a copiar los modelos, a manosearlos, a darles mil vueltas. Hasta que Graciela, que dibujaba uno de los amonites, hizo algo insólito.

Se llevó el fósil hacia la mejilla cerrando los ojos, y le dio un beso.

Imaginé esa espera de millones de años desde un pasado que apenas si podemos imaginar; viajando, cambiando, muriendo y naciendo otra vez bajo los ojos curiosos de los humanos.
Imaginé ese viaje de millones de años, en los que las vidas de dos especies que nunca llegaron a conocerse, se rozaron al fin en el instante que dura un beso.
Él, que se codeó con los grandes, no hubiera creído que recibiría el amor de lo pequeño.

           La triste soledad de la piedra, que mantiene la forma de lo que fue.
           La triste soledad de la copia que mantiene algo del original, acompañada ahora y para siempre por un amor súbito, espontáneo, libre; que le quita el valor de museo, y le brinda el valor verdadero.
           El del cariño que nos inspira lo asombroso.



Millones de años para recibir un beso, creo que valió la pena la espera.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial!!! Como todo el resto!

Ailin dijo...

jaja, qué grande Graciela

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