martes, 22 de noviembre de 2011

Indiferencia

A Carolina, que lo vio...

Ella.

Como un artículo más, decorando las calles mugrientas.

La figura se desdibujaba contra la pared llena de afiches despegados, emulada con la ropa hecha de retazos.

Un mundo de gente la ignoraba paseando, charlando, riendo o mirándola y reteniendo la imagen en sus mentes lo que dura un suspiro de piedad.

Reparé sin querer en un bulto que descansaba entre sus brazos. Descubrí a un niño ciego igual que ella.

Quieto igual que ella.

Ajenos y solos.

Un instante eterno estuve mirando, deseando que fuera realmente un objeto, un afiche vacío o una hoja al viento, y no una estatua de carne forjada en el dolor pulverizando mis trivialidades.

Pero el que atisba un poco tiene que mirar todo, o no habrá visto nada.

 De un lugar que se encontraba a unos metros -quizás a unos kilómetros- surgió una voz infantil:

-¡Mirá Mamá!, ¡Mirá!- dijo entre jadeos un chico que se acercaba corriendo.

La mujer atravesó el muro de inmovilidad y tanteando el vacío, tocó primero el autito de juguete que su hijo pretendía mostrarle y luego, sonriendo, le acarició la cabeza.

El chico miró a su madre y hermano, e intentó sonreír frente a los ojos acuosos, perdidos, que lo atravesaban fijos en el infinito. Después se sentó en la calle a respirar la materia de la que está hecha la soledad.

Aquello completó el cuadro. Yo, simplemente seguí caminando con la gente.

Los que pueden ver hacia la vereda de enfrente saben, que la verdadera soledad radica en no poder compartir nuestras desgracias.


Fotografía: Homeless (1860) de Oscar Gustave Rejlander

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